Me encanta escribir. Es algo indudable, que me surge de adentro y estalla en formas diversas, expresando con mayor o menor acierto aquello que me ronda en la cabeza a diario. No suelo sentarme frente a la hoja en blanco y ver qué sale, sino que diagramo mentalmente una linea principal, incluyendo el final, y recién cuando todo me convence me pongo a escribir. A veces, la mayoría, el cuento busca su forma y tuerce el rumbo imaginado, pero no escapa completamente a su destino. Coloco el punto final más o menos donde debe ir y listo. Luego lo leo. Lo retoco. Elimino oraciones complejas, explicaciones retorcidas. Me deleito con algún pasaje logrado y reescribo alguno mediocre. Por último lo cierro y me pongo a buscarle destino -si no tenía-. Me tomo un tiempo. Quizás empiezo y acabo otro relato. Luego de unos días lo retomo y lo releo. Ahora encuentro detalles que se me escaparon. Lo pulo nuevamente, aunque sé que no será la última vez, y ahora sí me digo que el cuento está listo. ¿Qué pasa luego? Luego tengo que sincerarme conmigo mismo y llamarme a paciencia. Hay dos vías para que el relato se publique. Una, enviarlo a revistas y/o editores que sé que podrían interesarse en él -que no abundan, por cierto, pero que siempre están allí-, y otra que es enviarlo a concursar. He aquí la frontera final. Generalmente me decanto por esta opción porque hay numerosos concursos en los cuales se puede participar, pero hay que tener en cuenta que por su extensión y temática sólo algunos podrían aceptarlo. Hecha la selección del concurso apropiado, o del cuento apropiado para el concurso, o ambos, se le da la forma requerida -doble espacio, sangrías, tamaño de fuente, etc.-, se elige un seudónimo, se prepara la plica y se envía el correo electrónico -muy rara vez participo en concursos con envío postal, sólo cuando tengo algún pálpito que amerite el gasto-. A partir de este momento, todo es espera. Pasan meses. Silencio. A veces alguien pregunta algo en un foro sobre el tema. A veces alguien responde. A veces no pasa nada de nada. Todo esto es previsible, todo es aceptable, excepto por la eterna espera. No son la mayoría de los casos, pero a veces los concursos jamás fallan. De hecho las personas que le dieron impulso desaparecen del mapa y se pierde todo contacto. Otras veces, las menos también, se da a conocer el fallo y para sorpresa, estoy allí, entre los finalistas. Todo parece que irá de maravillas hasta que el proyecto de edición del libro fracasa por un evidente mal cálculo de sus promotores y un exceso de optimismo. En ambos casos el cuento sufre. Quizás más en el segundo que en el primero, porque está en el aire la promesa de edición, pero en ambos el cuento queda huérfano. Tal era la correspondencia entre cuento y concurso que no sé hacia dónde dirigirlo nuevamente. Para ese momento suelo tener ya un par de relatos nuevos que se llevan mi predilección y es de esa manera que el cuento pasa a habitar un cajón virtual en mi computadora. Y era un cuento interesante. Una lástima, en verdad. La eterna espera nos ha quitado la posibilidad de disfrutarlo como era debido. Otro acto vandálico del Azar que entreteje la historia editorial...
martes, 5 de abril de 2011
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